albacete, la nueva york de la mancha (y III)

El tercer y ultimo día de nuestra visita a Albacete desayunamos magníficamente en el Parador y partimos hacia una última sorpresa, posiblemente el secreto mejor guardado del destino. Debo aclarar que el contenedor no hace honor al contenido, pues la primera impresión no hace justicia a la joya que nos esperaba en su interior y que no sé si seré capaz de describir en su justa medida.

La sorpresa que nos tenía preparada la organización del press trip no pudo ser más extraordinaria y gratificante: la Colección Museográfica de la Infancia o Museo del Niño Juan Peralta. Y debo decir que al inesperado impacto de esta visita contribuyó notablemente su director, José Juan Morcillo, cuya pasión, sabiduría y seductor verbo nos dejó absolutamente cautivos de este templo de la historia de la pedagogía española, creado en 1987 por el profesor Juan Peralta con la intención de rescatar, conservar y difundir el patrimonio de la Infancia, la Familia y las Escuelas de Albacete. En él se presenta un recorrido por la historia de la docencia, desde la restauración borbónica hasta el posfranquismo, dividido en doce salas y dos galerías dedicadas a la infancia marginada, el ajuar infantil, los juguetes, los tebeos, los títeres y marionetas, la linterna mágica… que hacen las delicias de los visitantes.

Quienes, por edad, vivimos parte de la época por la que transita este museo, lo experimentamos con añoranza y ternura: mi primer pupitre de madera, que aún tenía la oquedad para el tintero y la estilográfica, la hucha del Domund en la que recogíamos donaciones para los niños del tercer mundo, la réplica de Anacleto, la figura que desmembrábamos con inusitada curiosidad cuando estudiábamos el cuerpo humano, los globos terráqueos con los que aprendimos geografía y localizamos otras regiones del mundo (nosotros, los canarios, que rodeados de mar estábamos tan lejos de todo), la multicopia donde imprimíamos parte del material escolar (y algún panfleto ya en la juventud), los cuentos (así llamábamos a los tebeos) del Guerrero del Antifaz o Mortadelo y Filemón que con tanta ilusión recibíamos como regalo… cuánta emoción volver a ver algunos de los juguetes que llenaron y me acompañaron durante la infancia.

Me sorprendió ver por primera vez una Mariquita Pérez, la muñeca más deseada por las niñas de la generación anterior a la mía, igual que los muñecos de trapo y los cochitos (cochecitos) de hojalata. Ahora, en mi recién estrenada condición de abuelo, me enterneció ver infinidad de artilugios con los que las madres cuidaban y acunaban a sus hijos. Especialmente sobrecogedora la sala destinada a los niños desprotegidos, aquellos que no tuvieron infancia, tal vez tampoco vida para contarla, aquellos que fueron explotados por el simple hecho de ser pobres y a quienes negaron la mejor etapa de la vida, la infancia.

Aunque no la conocía, me resultó muy interesante la colección permanente de las ilustraciones infantiles del toledano Teo Puebla, Premio Nacional de Ilustración en 1982, así como la colección «Mi instituto», que alberga parte de la historia de los primeros laboratorios didácticos de los colegios. Pero mis preferidas fueron las salas I y II dedicadas a las aulas de la restauración borbónica y de la segunda república al franquismo, que me parecieron sumamente ilustrativas y un fiel retrato de una España convulsa en la que la formación académica estaba al alcance de una minoría y donde la figura del profesor era reputada y respetada (mi padre siempre decía que si no tenía claro qué estudiar en la Universidad debía elegir una carrera que permitiera ejercer la docencia porque los «maestros» eran personas respetadas y de bien; y de hecho esta fue mi primera actividad profesional).

Finalizada esta excepcional visita nos dirigimos al centro de la ciudad, intercambiando opiniones sobre lo visto y vivido, y tomamos un refrigerio en una terraza para organizar nuestro regreso a Madrid nuevamente a bordo de uno de los trenes de alta velocidad de Ouigo. No sin antes despedirnos de Silvia Rodenas, un claro ejemplo de calidad profesional en el sector turístico, cuya labor no siempre es lo suficientemente reconocida y valorada, pese a ser determinante en la experiencia del cliente en el destino.

Pero no podíamos despedirnos sin llevarnos un último recuerdo, una preciosa navaja de Albacete, obsequio de la organización, que nos unirá para siempre a esta ciudad. Gracias, una vez más, por mostrarnos y hacernos cómplices de un destino que no ocupa el merecido lugar que le pertenece dentro de la geografía turística española. Todo se andará. Por mi parte, espero volver más pronto que tarde a disfrutar del encanto natural de Albacete, el Nueva York de la Mancha.