Bahagol, la intangible y secreta isla de Filipinas

Un viaje inesperado a lo inaccesible


“Yo he visto más cosas de las que recuerdo y recuerdo más cosas de las que he visto”.  Esta frase, atribuida  al político y viajero británico Benjamín Disraeli, resulta harto inspiradora para aquellos viajeros que partieron alguna vez hacia un remoto y desconocido lugar con el espíritu de descubrir su misterio. La enigmática frase  me hizo evocar, durante el pasado confinamiento por el coronavirus, una de estas insólitas y arriesgados aventuras que, inesperadamente, realicé en 2016 durante mi larga estadía en Filipinas. Se trataba de navegar hacia una isla misteriosa y secreta, y cuya existencia no está reconocida oficialmente. Una experiencia que está en la frontera del deseo de ver y no ver. Un destino al que una persona en su sano juicio no se le ocurriría ir por las razones que cuento más adelante. ¿Pero quién se resiste a una aventura al halo casi de lo prohibido?

Esta invitación, surgió después de deambular de un lado para otro en la vibrante y peligrosa Manila, y, posteriormente, dirigirme a la tranquilizante  Cordillera, en Benahue.  Allí tu mirada se queda absorta ante las  bellas, verdosas y geométricas formas de las  terrazas de arroz. Completé mi gira por el norte de la isla de Luzón con la visita a los inquietantes  ataúdes colgantes de Sagada: el sobrecogedor espectáculo de no enterrar a los muertos y colgarlos en lo alto de los precipicios montañosos.  A mi regreso a Manila, mi guía, Joanna Altamonte, me presentó  a un amigo suyo, un policía apellidado como el que esto escribe, y que, con toda probabilidad, nos unía a ambos los mismos ancestros hispanos. Circunstancia que, efectivamente, pudimos verificar a través una larga conversación con el propio Carlos Gabilán, un amable personaje que dirigiría dos días después mis pasos a la extraña aventura de conocer lo inaccesible.

Embarque hacia lo desconocido

Partimos de madrugada desde el sureño Puerto Princesa, mi homónimo Carlos Gabilán, la experta guía oficial, Joanna Altomonte, John Nickair, un viejo explorador e historiador filipino, pero de origen neozelandés, y Edwin G. Kalaguan, el conductor y patrón del buque “Visayas IV”. El destino era la prácticamente desconocida y enigmática isla de Bahagol (o Busangol, según otros),  y de la que John parecía un experto. Filipinas es un inmenso archipiélago de más de 7.100 islas, sólo 2.000 habitadas, y la mayoría de las restantes de muy difícil acceso. Algunas de ellas, tan secretas y misteriosas, como la de Bahagol, cuyo nombre a menudo es confundido con el de otras, por estar todas ellas constituidas esencialmente por un macizo de origen volcánico, cuyo eje mayor determina la dimensión de la isla.

Era todavía de noche y el patrón Edwin  nos ofreció muy pronto un típico Batido Loco. En cuanto amaneció, John desplegó un viejo mapa, y abrió su manoseada libreta de anotaciones, dispuesto a contarnos la intrigante historia que él parecía conocer muy bien sobre la isla de Bahagol. He de reconocer que esta visita ejercía en mí una inmensa fascinación. (En mi dilatada vida de viajero, he de confesar que la última experiencia siempre tiene para mí el mismo grado de entusiasmo emocional que el de la primera, y muy especialmente, en esta ocasión en la que se trataba de llegar a un lugar ignoto por la mayoría de la gente, incluida la filipina). El viejo historiador, a través de sus relatos, parecía disponer de altos conocimientos de biología, geología, química, y, por supuesto,  de la historia de los no más de algunos cientos de indígenas que habitan la pequeña isla de Bahagol. Historias que nosotros ansiábamos escuchar, tomar notas, y preguntar..

Cortadores de cabezas

Los bahagoleses son una tribu muy agresiva, aún salvaje, y  mezclada desde hace muchos siglos con aborígenes invasores malayos, Unos indígenas dispuestos no sólo a agredir a cualquier intruso que se aproxime a los acantilados de su isla, sino, según la leyenda, a cortarles la cabeza si alguien es atrapado por ellos. (Esta “faceta” me recordó a otra vivida en Borneo, en la que la periodista alemana Ute Muller y el que suscribe convivimos una jornada con otra tribu de “cortadores de cabezas” que, a pesar de  tener prohibida esta cruel actividad por las autoridades, aún ahora, en casi pleno siglo XXI, todavía se conocen algunas –muy escasas—prácticas de este horrendo rito) Un riesgo que esperábamos no correr, ya que el viejo historiador, nos aseguró que de ninguna forma era recomendable desembarcar en orilla alguna de la isla: los bahagoleses acechan desde cualquier rincón del pequeño territorio para evitar cualquier intrusión de extraños. Es bien conocido el resiliente espíritu indomable del que hacen gala los filipinos frente a la dominación extranjera.

Tras seis o siete horas de navegación, llegamos a las proximidades de la isla Bahagol, en medio de la parte insular y la continental de Malasia (al Este, Vietnam y al Oeste, Brunei)  Allí permanecimos anclados frente a la isla, concretamente  a unos 200 metros de su costa, cortada ésta casi verticalmente a plomo –aunque en su parte posterior Bahagol posee un escaso espacio de playa–. Recordaré siempre el impacto psicológico que sentí por encontrarme tan cerca de unas tribus salvajes y desconectadas por completo de la civilización. Indígenas que ignoran aún el cultivo más rudimentario y viven como cazadores nómadas. Creo que, durante  algún tiempo, dejé de parpadear esperando a que ocurriera “algo” y me lo perdiera. Cualquier detalle de unos seres vivientes invisibles, parapetados entre sus montañas, bambúes, palmeras, cocoteros  y árboles de alto fuste que no permitían ver a nadie.  Sin embargo, John, nos recomendó que no hablásemos en voz alta para evitar que se detectara nuestra presencia y pudiéramos así oír algo. En efecto, al poco tiempo, pudimos percibir unos zumbidos que podían proceder de orangutanes, aunque, según John, bien podría tratarse también de las fuertes voces de los propios bahagoleses, que gruñen un lenguaje desconocido por los escasos exploradores que por allí se han acercado.

¡Bahagoleses a la vista!

Finalmente, tras la ingesta de un buen baggon  (huevas de gambas con mango verde), nuestra paciente espera de varias horas tuvo una pequeña-gran recompensa como postre: pudimos  divisar, a través de los prismáticos, en lo alto de unos cocoteros,  a dos de sus enigmáticos habitantes. Parecidos a pigmeos de piel negra, de nariz ancha y aplastada, y de delgados miembros, escalaban veloces y a sus anchas, por los árboles en busca de quién sabe qué y desapareciendo en unos segundos de nuestra vista –y de nuestra vida–  sin tiempo siquiera a tomar imágenes de ellos. Según el historiador que nos acompañó, estos isleños se mantienen en una etapa evolutiva muy primitiva. Se alimentan de fauna terrestre y de la pesca, pero no hay evidencias de que hayan intentado moverse de su propia isla (los bahagoleses ignoran que hay miles de islas a su alrededor, aunque, eso sí, muy distantes unas de otras). Carecen, pues, de lo que se ha llamado wanderlust  (un fuerte impulso por trasladarse a otras islas y explorarlas) y también del mínimo ingenio para crear balsas naturales de troncos y hacerse a la mar. Quedaba, entre otros muchos, un pequeño misterio que nos llamó poderosamente la atención: preguntamos a John, por la minúscula casita que aparecía entre los acantilados de Bahagol. Según él, a principios del siglo pasado, un aventurero paleontólogo, se ganó, sin saber cómo, la confianza de algunos miembros de la tribu bahagolesa y consiguió asentarse allí para estudiarlos y escribir sobre esta primitiva tribu. Al cabo de un tiempo, se dice que su cabeza cortada, fue echada al lago del cráter del volcán, donde fueron a parar las otras de quienes se atrevieron a desembarcar en la isla. Una leyenda más para poder cumplir con la máxima de Dalai Lama: “Cada año hay que ir a un lugar donde no has estado nunca”·

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