La ancestral nostalgia de volver

 “Viajar es morir un poco”,decía Shakespeare. Pero eso es cuando no se vuelve. Puedes irte a muchos sitios, pero hay un solo lugar al que puedes realmente volver. Y lo disfrutas tanto o más como el día que partiste para un largo viaje. Y cuanto más lejos has viajado mayor es la satisfacción que se siente al volver. Parece, pues, que el objetivo indiscutible de viajar es volver. Regresar a casa. Y cuanto más prolongada sea la ausencia, más duradera es la nostalgia de volver.  El escritor chileno Jorge Edwards lo remacha con esta rotundidad: Somos viajeros inmóviles, dulcemente condenados al regreso”.

Una de las mayores gratificaciones del viaje para el turista convencional es regresar a la seguridad que proporcionan la familia, el hogar, la propia cama, los amigos, y la eterna rutina. Para muchos turistas el regreso es, en buena parte, lo esencial del viaje. Quizá el mejor momento del viaje.

Porque para ellos volver está indisolublemente unido a partir.  La certeza del regreso se convierte así en un nuevo estímulo del viaje, sobre todo, cuando éste se ha prolongado en demasía. Es cuando se empiezan a extrañar hábitos irrelevantes como abrir el buzón de correo o repantigarse en tu sillón favorito.

Porque, aparte de disfrutar de la experiencia, la ilusión de volver al  hogar y contarla se revela como un imperioso acicate. De hecho, el turista convencional viaja con la idea fija en su (in)consciente de volver a casa. Al regreso, la ausencia se ha clausurado con éxito y el espacio vivido en otro lugar empieza a desdibujarse en la lejanía para constituirse sólo en un recuerdo en el que se escoge ¡lo que hay que olvidar! Para muchos turistas y viajeros el viaje ideal es, en efecto, el de vuelta. Regresar de nuevo al mismo sitio del que partieron. Esto es, su lugar de pertenencia. Recuperar ahí su espacio personal. Reencontrarse con los afectos de siempre, la seguridad y la comodidad del hogar, y continuar con las rutinas inveteradas.

Incluso exploradoras impenitentes como la inglesa Christina Dodwell, que declaraba que Madagascar o Kamchatka eran como su segunda casa, apostillaba: “Lo  que tengo claro es que siempre quiero volver a mi lugar, junto a mi familia, al lado de los míos. Y ese lugar es mi granja en Inglaterra”. Volver es, habitualmente, el “final feliz” de todos los viajes.

Depresión post-viaje

Sin embargo, para otros, regresar a casa tras un largo viaje es experimentar ambiguas sensaciones. Por un lado, sienten igualmente el placer de haber regresado a su hogar y reencontrarse de nuevo con su familia y sus amigos. Pero, por otro, les invade la “nostalgia del afuera”,una especie de depresión post-viaje.  Esa extraña melancolía  sacude su mente porque el viaje terminó. Estos viajeros sufren un proceso mental de sensaciones contradictorias que necesitarán de un lento proceso de readaptación. Se trata de un sentimiento que a menudo invade el alma del viajero vocacional.

Para éste, volver a su punto de partida es reconocer el lugar como propio y ajeno al mismo tiempo. Familiar, pero nuevo. Donde todo es igual, pero nada es lo mismo. Todo es conocido, pero todo parece diferente. A los viajeros vocacionales les invade la sensación de estar desubicados. No estar ni donde llegaron ni tampoco donde estuvieron. Una impresión tan excéntrica como la de  no estar ni aquí ni allí. Les sucede, tal vez, lo que, en este sentido, afirmaba Nelson Mandela: No hay nada  como volver a un lugar que no ha cambiado, para darte cuenta de cuánto has cambiado tú”

Esta sensación de transitoriedad por la que atraviesa el viajero recién llegado de un largo periplo se manifiesta incluso cuando se muestra  reticente a deshacer las maletas abandonadas en un rincón del dormitorio. Allí  pueden permanecer intocables unos días hasta que aquél supera la depresión post-viaje. Cuando, finalmente, el viajero se decida a abrirlas, aflorará en su consciencia la finitud real del viaje evaporándose la magia del tiempo vivido lejos de su entorno. La nostalgia inversa del regreso…

¿Pero qué pasa con los que no vuelven jamás?

Es difícil irse para siempre del lugar donde estás arraigado. Esto es, no regresar de un largo viaje que has emprendido. No es lo común, pero ocurre. Hay viajeros inconformistas que parten un día y no vuelven jamás a su punto de origen. Hallaron su lugar en el mundo, tal vez en un país inesperado. O convierten su vida en un paseo itinerante en busca del sentido de la vida, de sí mismo, o de otras mil razones para posponer indefinidamente su regreso. Javier Fuica, escritor chileno esboza algunas teorías para explicar este fenómeno (y que yo corroboro con mis propias experiencias) :

  • Nacieron en el lugar equivocado, y, por lo tanto, el viaje que parecía de ida, era en realidad de regreso. En mi tercer viaje a la India conocí y compartí gran parte de un viaje con un húngaro que se fue hacía ocho años de vacaciones al estado de Kerala, le fascinó el lugar, y jamás volvió a Budapest.
  • Nunca se van del todo: tengo una hermana en Chile, Pilar Gavilán, que fue allí a casarse y vivir definitivamente en el país andino, pero está mejor informada que yo respecto a todo lo que ocurre en España (su anterior residencia) a través de las televisiones españolas, periódicos, y el Estadio Español, centro donde radican la mayoría de españoles (o descendientes) que residen en Santiago. Ella nunca ha pensado en volver. Para qué, si nunca se ha ido.
  • Son gente menos evolucionada, o quizá sufren una extraña y ancestral forma de nostalgia: se sabe que antes de descubrir la agricultura y ser sedentario, el hombre fue nómada. Un atavismo que reaparece para moverse en busca de su lugar en el mundo.
  • Simplemente, se enamoraron-de un lugar, de una persona, de una forma de vida—y volver les significaría irse.
  • Todas las anteriores. No hace falta ningún gran motivo para realizar un viaje vacacional, por ejemplo, y regresar al término del período ocioso. Pero para irse sin vuelta es necesario que haya muchas razones. Sólo una fuerza muy poderosa nos puede empujar a abandonar nuestro país y no regresar jamás. Entre otras, no descartemos la más unamuniana: ¡para huir de donde se parte!
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