“Estamos en la edad del adosado y el fascículo” decía un amigo allá por los noventa. Como la paloma de Alberti, se equivocaba, los adosados ya habían comenzado en La Rioja rural al principio de la década de los sesenta del pasado siglo.
Mientras se sumergía un pueblo entero cargado de historia absorbido por las aguas de un supuesto progreso en forma de pantano, un nuevo Mansilla de la Sierra surgía a sus orillas. Piedras y cemento sin especial carácter, aunque no sin buena intención, acogieron en arquitecturas de viviendas adosadas, alineados en seis calles, plaza e iglesia, a una población que se resistió siempre a perder su alma sepultada bajo las aguas del embalse.
Más de sesenta años después, avanza con paciencia, resolución y con pocas ayudas oficiales, una recuperación de materiales y tradiciones que constituyen verdadera memoria histórica reencarnada en un grupo de unos sesenta habitantes dispuestos a resucitar, renovado, un pueblo que hunde sus raíces en la Hispania romana y hoy digno ejemplo de aquellos que se resisten con energía y tesón a ser incluidos en el catálogo de la España vacía.
Roto en pocos minutos el hielo de muchos año sin aparecer por el pueblo de mi padre nos hace de cicerone José María Menéndez de la Cuesta, un ingeniero que resiste a las tendencias destructivas del tiempo y que junto con otros vecinos lidera los esfuerzos de recuperación de la historia sumergida de Mansilla. Al escuchar mi pregunta sobre los Matute que puedan quedar en el pueblo empieza a interesarse más vivamente por la presencia de un trio para él desconocido, una de mis hijas, mi marido y yo, que muestran un cierto conocimiento de antiguos habitantes del lugar e interés por su actual situación.
Después de unos huevos fritos hechos con generosidad y diligencia por el propietario del único bar donde se reúnen, en casi permanente tertulia, las fuerzas vivas de Mansilla, comienzan los recuerdos suavemente excitados por unas copas de excelente vino de Rioja.
En mi memoria reaparece alegre y entrañable la figura de mi prima Ana María Matute Ausejo, rodeada de niños del pueblo, entre los que me encontraba, a los que mantenía en asombrada atención con aquellos cuentos, creados sobre la marcha y avanzadilla de lo que luego, con los años, se convertirían en relatos y novelas que la hicieron famosa y la alzaron a la Real Academia Española y al Premio Cervantes y Premio Nacional de las Letras Españolas por el conjunto de su obra literaria.
Mi prima Conchita, casada con un hombre emprendedor, persona limpia y recia cuyo trabajo le llevó desde una posición económica notable a, como consecuencia de la crisis, descargar barcos en los muelles de Barcelona. Recuerdo su casa de Mansilla, la número tres de la fila de edificios adosados más lejana a la orilla del embalse. Allí sencillamente recogidos reorganizaron su vida, más sencillamente pero no menos feliz.
Ramón Tamames el economista catedrático y su hermano médico muy estimado, frecuentaban Mansilla. Los fundadores y dueños de Casa Matute, famosa tienda de la calle de Barquillo en Madrid que suministraba lámparas, porcelanas de Sajonia y otros complementos para las viviendas de la alta sociedad madrileña, eran hijos de Mansilla de la Sierra.
Entre recuerdos y detalladas explicaciones de lo que el pantano sepultó, José María nos iba enseñando los escudos de nobleza, labrados en piedra, recuperados con esfuerzo de las fachadas de las casas nobles del antiguo Mansilla cuyos restos aparecen, como un fantasmagórico decorado cinematográfico, cuando las sequías periódicas dejan de nuevo en seco lo que queda del antiguo pueblo, cabeza de una confederación de municipios, creada en 1584 y formada por cinco villas pertenecientes a lo que hoy es la Comunidad Autónoma de la Rioja y otras dos vinculadas a Burgos. Sus representantes, en el XVI, se reunían democráticamente en la Casa de Islas, hoy irrecuperable, para tratar de los asuntos concernientes a los pueblos que representaban y cuyas decisiones eran posteriormente refrendadas por la autoridad real.
El espíritu de esa confederación –con la refundación de una moderna casa que han denominado De las Siete Villas- es lo que poco a poco van recuperando esas fuerzas vivas de Mansilla y de las otras seis villas para que tradiciones, patrimonio histórico y artístico común e iniciativas en marcha y proyectos de futuro permitan recuperar un espacio renovado y ofrecer a aquellos que lo deseen, la posibilidad de gozar de los bellos paisajes, la amabilidad y la paz de una de las zonas más bellas de la Rioja rural, la sierra de Cameros y sus pueblos.
El monasterio benedictino de Valvanera, muy cercano a Mansilla, situado en la línea fronteriza que separaba Castilla de Navarra en el siglo XI, alberga la imagen de la Virgen de Valvanera, talla de estilo románico que muestra en el rostro de la de la madre de Dios una determinación que sugiere la que anida en el espíritu de los mansillanos. La Hostería del monasterio ofrece un lugar ideal para unos días de descanso, -wifi incluido- una excelente cocina casera y el disfrute de la naturaleza mediante excursiones a parajes bellísimos.
El símbolo del esfuerzo de recuperación histórica de los mansillanos nos lo muestra José María con orgullo y no sin emoción; el Puente de Suso, del siglo XVI. Recuperadopiedra a piedra del lecho del pantano y vuelto a construir a la entrada del nuevo pueblo, nos avisa de que allí “el adosado y el fascículo” nunca sustituirán a la historia.