Un pueblo de cuatro habitantes
Subimos a bordo del coche para ir dejando atrás autovías y carreteras nacionales y desembocar en una de acceso local que nos conducirá, muy poco a poco, a ir cambiando el ruido de las grandes ciudades por los silencios del campo. Se acabaron las prisas y empezamos a ser conscientes de la belleza del entorno, con su variada vegetación, mientras podemos contemplar algún corzo en libertad, vuelos efímeros de aves diferentes, como el aguilucho, o el trinar de pájaros que buscan el sustento sin importarles demasiado nuestra presencia. Atrás, en otros tiempos de mayores penurias, había más terrenos sembrados que atraían a otras especies, como la perdiz, que ahora abunda poco.
Así es este pueblo de la España vaciada
Urex de Medinaceli, situado en la vega del río Blanco, a 13 kilómetros de la bella ciudad de Medinaceli, a 87 de Soria y a poco más de 170 de Madrid, es un bello y pequeño pueblo abrigado por las suaves montañas que le rodean. Se constituyó en municipio constitucional en la región de Castilla la Vieja a la caída del Antiguo Régimen, con un censo en 1842 de 18 hogares y 74 vecinos. A mitad del siglo XIX se integra en el municipio de Sagides. Ahora es una pedanía de Arcos de Jalón, que es un municipio de la provincia de Soria, en la comunidad autónoma de Castilla y León (España), municipio que es el centro comarcal de servicios de la zona, junto con Medinaceli, que ejerce de capital cultural.
Según información de la Diputación provincial, existen documentos sobre Urex desde el año 1253. Su campana romana la datan en el año 1653. Y ahí sigue, ahora casi siempre muda, aunque en otros tiempos las campanas eran palabras que volaban con el viento de un lugar a otro para anunciar un incendio, llamada a misa, con tres toques espaciados, o tal vez interrumpía su silencio y hacía llegar con notas de lamento la muerte de un vecino. Por quién doblan las campanas, escribió Ernest Hemingway, sin precisar que a veces es por todos y otras por uno mismo. Piques y repiques, en fin, que han dejado escrito en el aire una gran parte de la historia de aldeas, pueblos y ciudades. Decía el entrañable escritor uruguayo Eduardo Galeano, que nos dejó libros como Las venas abiertas de América Latina o El libro de los abrazos, poesía reflexiva sin fecha de caducidad, que las palabras escritas quedan quietas, pero las que componen una canción, las que forman parte de la música, se mueven de manera constante. Y eso hacen las campanas, transmitir sonidos alegres o tristes que van de un lado a otro para que sean leídos por los que saben leer.
Con una extensión de 41 kilómetros cuadrados y a una altitud de 1.120 metros sobre el nivel del mar, llegó a tener escuela propia a finales del siglo XIX. En estos momentos cuenta con 4 vecinos en los largos meses de otoño e invierno. En primavera y, sobre todo en verano, se puebla y multiplica por veinte, y a veces más algún fin de semana. Entonces sus calles bullen y el ajetreo de los niños pueblan el parque infantil, casi siempre solitario y sordo de risas y algarabías.
Ur significa agua en iberoeuskérico, y de ahí su nombre como homenaje a los ocho ojos acuíferos, denominados el Nacedero, que conforman un conjunto de fuentes que proceden del interior de la tierra y que afloran como milagros para compartir su paisaje con los campos que lo rodean.
Cuando España entera estuvo confinada por la pandemia, que aún persiste, aunque con picos más o menos suaves, el encierro aquí no significó nada más que la continuidad de la soledad buscada por tan escasos vecinos y el arrullo de sus fuentes, pues el silencio roto por los sonidos del campo y el trinar de las aves, solo se veía interrumpido por el ladrido de algún perro que anunciaba un coche que salía o la de otro que se acercaba con aprovisionamiento. Nada más. Nada menos. Todo era igual y todo diferente cada día.
Algunos de sus vecinos
Urex, tan centenario, cuenta con su vecina más longeva, Encarnación Barbacil Monge, quien cumplió 101 años el día 3 de septiembre del recién caducado año, que vive en Madrid pero disfruta aquí de una larga estancia cada verano. Su tremenda lucidez y envidiada memoria, además de su desbordante bondad, nos permitió disfrutar del enorme placer de hablar y rememorar tantos recuerdos, como la vida del pueblo de su niñez, que contaba entonces con no más de 50 vecinos. Sonríe y parece evadir la mirada para hablarnos de las duras labores del campo, los largos inviernos, acompañados ella, sus nueve hermanos y sus padres, de una radio, que aún conserva. Y de la lumbre, cuyos destellos eran estrellas que salían de los troncos que ardían para entretener a quien miraba. Y éramos muy felices con nuestra escuela propia, los juegos en la calle y la ayuda en las tareas desde bien pequeño – nos dice.
Su último cumpleaños estuvo rodeada, como cada año, de sus hijos, nietos y de vecinos, como Jesusa, Pilar, Paco y Alfredo, entre otros. – Vivo en Madrid, pero de aquí soy y aquí me gustaría morir y ser enterrada cuando Dios quiera, aunque ya ha superado en edad a su madre, que llegó a cumplir 101 años, tres meses y trece días.
Entre esos escasos vecinos hay una pareja singular: Pilar y Paco. Se vinieron a cuidar a unos tíos. Empezaron a venir al pueblo en verano y Navidad, y así hasta que un día Paco se planteó frenar en seco y cambiar su vida azarosa. Pilar, por su parte, terminó varias carreras de música. Más tarde pasaría de alumna a profesora interina en Almansa (Albacete). Después formaron el dúo Esencia, y así empezó esa unión que perdura sincronizada por la música y la soledad buscada y deseada en este pequeño rincón que cabe en el molde de la España vaciada. Pero sin vacío en sus vidas. No hay soledad. Se tienen y, como dice Paco: Nos faltan horas, y no se arrepienten de haber cambiado el ruido de la gran ciudad, con sus prisas siempre, que ya no soportaban, por el sonido del silencio.
María Pilar Valladolid Martín, soprano, de voz aterciopelada, que acaricia con su canto a quien la escucha, se bloqueó y un día perdió la voz. Tuvo que empezar de nuevo para recuperarla con la ayuda de profesionales. Y ha seguido adelante con muchos proyectos en esta soledad buscada. Posee una página web que dedica a los que tienen aptitudes musicales pero le faltan oportunidades. Junto a Paco, su pareja, tenor de voz limpia y potente, dan conciertos esporádicos en Medinaceli, Arcos del Jalón y algunas otras localidades. En ocasiones sus voces se unen en la iglesia para deleite de los vecinos de Urex y algunos venidos de fuera, y así el acto religioso se convierte en más sublime y festivo.
Pilar, ha ganado algún certamen, como el obtenido en Ávila, pero su principal meta es seguir trabajando para subir algunos vídeos a Youtube, donde podemos verla interpretando de forma individual o junto a Paco. Trabaja intensamente en un proyecto de Teatro Online (@teatrionlinecantodeestrellas), y también, y fundamentalmente, en @maríapilarvalladolid donde podemos verla y escucharla interpretando bellas melodías
Ambos cultivan un huerto que los autoabastecen cada época del año con sus hortalizas, además de preciosas flores ornamentales. Paco, como buen manitas, ha construido una cabaña de aperos, ordenada, limpia y acogedora.
También está, o estaba, Emilio, lúcido y disparatado, con su gorro calado y su bastón: – Sácame guapo, que si no no ligo, – nos dice mientras le fotografiamos – para después dedicarnos una sonrisa en las cercanías de la casa que habita junto a un nogal, grande y cargado de nueces y años, como el propio Emilio. Cada vez lo iba teniendo más complicado para vivir solo, y aunque se resistió bastante, decidió junto a su familia ingresar en una residencia.
Para completar el censo de cuatro de los que viven aquí permanentemente están Ana (la última persona que nació en el pueblo) y Javier, su marido. Ambos trabajaban en el Metro de Madrid en buenos puestos, pero casi de un día para otro decidieron que ya no aguantaban la ciudad y se auto-despidieron para retirarse a Urex, donde se construyeron una casa. Después Javier siguió trabajando en la construcción y en una empresa de la zona dedicada al mantenimiento de carreteras, hasta su jubilación. Sus dos hijos, que también cuidaba la madre de Ana, Carmen, quién hasta tiene una escultura en el pueblo en su honor y fue entrevistada en una revista por sus dotes de cocinera y ejemplo de persona, eran recogidos cada día para ir a al colegio hasta completar sus estudios básicos y después hacer estudios superiores en Madrid, donde ambos trabajan.
En Urex de Medinaceli lucen ahora muchas casas nuevas que se han ido construyendo los que se fueron, pero que vuelven fielmente a lo largo del año, como Jesusa y Alfredo, ambos trabajadores del Metro de Madrid hasta su reciente jubilación. Su bella casa, rodeada de naturaleza y un manantial de exquisita agua, está siempre abierta para degustar un té de roca de la zona o disfrutar de su sencillez entrañable mientras cuentan la historia del pueblo.
Nosotros, cuando cae la tarde, paseamos por el pueblo y sus alrededores, con paradas obligatorias en las numerosas fuentes que surgen a borbotones y ante los murales sencillos y poéticos que lucen sus calles junto a las antiguas casas. Y en su cementerio. Dicen los sociólogos que los asentamientos primero, y las ciudades después, se formaron gracias a que los pobladores se iban quedando para rendir culto a los muertos.
Al fondo, como contraste, un tren de alta velocidad, que pasa cerca del pueblo, se desliza suavemente. Hace frío. Se intensifica el silencio y la noche se acerca. Quizás los últimos rayos de sol son los que se reflejan en algunas lápidas para indicarnos la vuelta y ayudarnos a salir de nuestras reflexiones, a veces tan tristes…