El Teatro Real recupera Aquiles en Esciros (Achille in Sciro), de Francesco Corselli, 275 años después de su estreno en Madrid, con 8 funciones de la ópera, entre el 17 y el 27 de marzo, en una nueva producción del Teatro Real.
La ópera narra el jugoso episodio de la vida de Aquiles, en el que su madre, Tetis, decide enviarlo a la isla de Esciros para evitar que se muera luchando en la guerra de Troya. Ahí lo oculta, vestido de mujer, entre las hijas del rey Licomedes, lo que permite al joven Aquiles conocer y disfrutar, disfrazado, de los encantos y placeres de la juventud femenina. En medio de hilarantes enredos, cuya ambigüedad sexual de los personajes es acentuada por las tesituras, también travestidas, de los cantantes, va despertando al futuro héroe de la Ilíada. La seductora narración de Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, se adentra en el mito de Aquiles y la nunca aceptada de la condición mortal del ser humano:
Un oráculo ha aconsejado a la madre de Aquiles que haga todo lo posible por evitar que su hijo se afilie a los combatientes de la guerra de Troya porque de lo contrario perderá su estatus inmortal y morirá, eso sí, heroicamente. A la madre le importa poco el posible destino heroico de su hijo y le preocupa exclusivamente preservar su vida. Por eso lo esconde discretamente en la isla de Esciros vestido de mujer, bajo el nombre de Pirra, confundido entre las alegres doncellas de la corte del rey Licomede, convencida de que así nadie lo va a encontrar. Los juegos íntimos de las doncellas en los que, desde luego, el inocente impostor participa muy activamente han acabado por provocar que esa tal Pirra (es decir, Aquiles) se enamore de Deidamia, la hija del rey Licomede, quien ha prometido a su hija al principe Teagene, quien a su vez -en uno de esos clásicos enredos “double entendre” característicos del barroco- está lejos de estar enamorado de su novia porque por quien siente una pujante atracción es por su amiga del alma, la misteriosa Pirra que la acompaña siempre y que le tiene el seso absorbido hasta el punto de llegar a hacerle incómodas proposiciones no siempre honorables.
El juego de la ambigüedad sexual
Así, resulta que el príncipe, que interpreta una mujer porque el rol de Teagene está concebido en su tesitura para que no lo pueda cantar un hombre, se enamora del héroe disfrazado de mujer, que en realidad es un hombre. Se mire por donde se mire, no hay manera de escapar al equívoco homoerótico, a la transgresora ambigüedad de las identidades sexuales decididas por los creadores de la obra, que desde luego tenían que contar con la complicidad de un público ilustrado, culto, que se podía permitir esta mirada irónica, sensual, lúbrica y hasta casi en la frontera de lo obsceno sobre la rigidez de sus propias normas sociales, morales y cortesanas.
Así las cosas, Ulises llega a Esciros al frente de una delegación griega que busca desesperadamente a Aquiles porque otro oráculo -tras el primero que había llevado a la madre a esconder a su hijo- ha asegurado que sin él es imposible la victoria en la guerra de Troya. Ulises busca a Aquiles por todos los rincones de la isla, pero no logra dar con él porque lo que ni se le pasa por la cabeza es que el futuro héroe legendario, cuya testosterona haría temblar la tierra, pueda resultar ser una de esas jovenzuelas ingenuas que corretean por la isla, concretamente la que todos llaman Pirra, que canta admirablemente canciones amorosas acompañándose con una cítara y que todos creen realmente una virtuosa doncella. Todos salvo, seguramente, Deidamia, que en el cuadro de Rubens y su discípulo Van Dyck del Museo del Prado que reúne los mismos personajes se muestra con una preñez avanzada que lleva a dudar de la inocencia de algunos de los juegos de las niñas y de que Deidamia esté realmente confundida respecto a la verdadera identidad de Pirra. Aunque, desde luego, resulta más que comprensible que lo que le convenga sea correr un tupido velo sobre el asunto.
La estrategia de Ulises para desenmascarar a Aquiles va a surtir el efecto deseado, para desesperación de Deidamia. Ante el falso ataque al palacio real de unos enemigos inventados con “grande strepito d’armi e di stromenti militari”, Ulises encuentra la excusa que necesitaba para exhibir su majestuoso arsenal militar, unos rotundos atributos bélicos que despiertan en Pirra una súbita explosión de virilidad que acaba por asomar entre los velos de la falda y el delicado corsé. Hasta que no hay manera de que pueda dejar de reconocer de quien se trata realmente. Despojado de sus ropajes femeninos y revelada su identidad con embarazosa contundencia, Aquiles se une finalmente a la flota griega de Ulises para conquistar Troya, donde pronto se pondrá de manifiesto lo certero de la predicción del oráculo y, en efecto, morirá heroicamente.
Detrás de una trama típicamente barroca de identidades sexuales cruzadas, ambigüedad en el género de los personajes y sus tipologías vocales y un punto de sal gruesa picante “ma non troppo” característico de la época, late en la obra un conflicto filosófico que ha sido desarrollado por Javier Gomá en su obra “Aquiles en el gineceo”, una de las entregas de su imprescindible tetralogía de la ejemplaridad: “escondido entre las doncellas como una más de ellas, el futuro héroe pasó los años de su adolescencia meditando sobre su extraño destino: una vida corta con gloria o larga sin ella; permanecer en Esciros para siempre, quizá sin una personalidad definida, sin nombre, sin hazañas y sin fama, más bien cuidando de no destacar en nada para no ser descubierto, insolidario con la causa de los griegos, pero con larga vida o aun eterno como un dios; o bien salir del gineceo, ir a Troya, pelear contra los bárbaros asiáticos, contribuir decisivamente a la victoria, descollar entre los demás héroes griegos y merecer gran gloria, pero morir, como un hombre más, y además morir joven, en la primavera de la vida”.
El dilema que padece Aquiles es, en realidad, el que “todo hombre experimenta en cierto momento de su vida (…) la elección acuciante y nunca totalmente resuelta entre la tendencia de cada ente individual a perseverar en su propio ser (…) y la decisión de integrarse en la polis ejecutando una acción útil. Ese dilema común a todos los hombres -continua Gomá- es el que Aquiles soporta en un grado máximo de tensión cuando se debate entre dos posibilidades supremas: ser dios inmortal en Esciros o el mejor de los mortales en Troya”. Es decir, entre prolongar la adolescencia apartado en su gineceo o compartir el destino común de los hombres, responsable, heroico y mortal.
Finalmente resulta que Aquiles (Achille in Sciro, de Corselli), Tamino (La flauta mágica, de Mozart), Brünnhilde (La valquiria, de Wagner), Lear (Lear, de Reimann) y Liese (La pasajera, de Weimberg) nos acaban explicando lo mismo: a pesar de tener que sufrir y que morir, vale la pena salir del gineceo y asumir la responsabilidad de ser un hombre o una mujer. Dejar atrás el caparazón protector frente al mundo y enfrentarse a él, atreverse a mirar al mundo a la cara con sentido del deber, es decir, renunciar a la protección de la condición divina y optar por lo humano. Trascender la tranquila existencia de lo material y aspirar a lo espiritual.